Mirando hacia adentro, olvidamos el afuera
- Charlie Caraballo
- 11 ago
- 3 Min. de lectura

No mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros.” Filipenses 2:4
“Pasamos tanto tiempo discutiendo entre nosotros, que cuando por fin miramos al mundo… ya está en llamas.”
La Iglesia se ha enredado en asuntos internos: doctrinas secundarias, estilos de culto, tradiciones, diferencias que ni salvan ni condenan. Y mientras nos consumimos en debates estériles, el mundo sigue su curso: herido, perdido y sediento de verdad. No es que de pronto todo allá afuera se volvió peor… es que hemos estado tan ocupados mirando hacia adentro, que olvidamos mirar hacia afuera. Y cuando por fin lo hacemos, ya es tarde para sorprendernos.
“Nos perdemos en discusiones internas, mientras el mundo clama por una esperanza que solo Cristo puede dar.”
El dolor del mundo no se detiene. Nos escandaliza lo que vemos fuera, pero debería dolernos más lo que hemos permitido dentro: indiferencia, juicio, y el olvido de nuestro propósito. El mundo no necesita otra Iglesia entretenida en desacuerdos, sino un cuerpo sano que sane, un pueblo unido que anuncie, una Iglesia que salga.
Un cuerpo dividido que se distrae
Muchas de las divisiones dentro de la Iglesia no giran en torno a doctrinas esenciales, sino a preferencias, formas, estructuras y posturas que, si somos honestos, no cambian el destino eterno de nadie. Aun así, esas diferencias han fragmentado la unidad, frenado la misión y desplazado nuestra mirada.
Cuando el enfoque se vuelve interno, lo externo se vuelve invisible. Mientras debatimos formas de culto y liturgias, allá afuera hay una humanidad gritando por esperanza. La Iglesia se ha convertido, muchas veces, en una sala de discusiones donde lo urgente ha sido reemplazado por lo cómodo, y lo importante por lo que entretiene.
¿Y el mundo?
Cuando por fin levantamos la vista, nos escandalizan las guerras, el odio, las ideologías destructivas, la confusión moral, la soledad, el hambre, la injusticia. Nos preguntamos: “¿Cómo llegamos hasta aquí?”, como si hubiéramos estado atentos todo el tiempo. Pero la verdad es que estábamos ocupados peleando entre nosotros.
No debería sorprendernos lo que pasa allá afuera… nos debería confrontar lo que ha pasado aquí adentro. Porque cuando la Iglesia pierde su norte, pierde su voz. Cuando olvida su misión, pierde su mensaje. Y cuando se centra en sí misma, deja de ser luz para los demás.
El llamado de Cristo sigue vigente
Jesús no fundó su Iglesia para que se encerrara en debates eternos. La estableció sobre una misión:
“Id y haced discípulos a todas las naciones…” (Mateo 28:19). Nos envió al mundo, no para huir de él, sino para alcanzarlo. Nos dio su Espíritu no para dividirnos, sino para edificarnos y enviarnos unidos a sanar.
Pablo nos exhorta en Filipenses 2:4 a no mirar solo por lo nuestro. Es decir, a salir del “yo” e incluso del “nosotros” para abrirnos al “otro”: al que sufre, al que no cree, al que fue herido, al que nunca ha pisado una iglesia, al que necesita a Cristo. Pablo exhorta a que no estemos obsesionados o centrados únicamente en lo nuestro, no con una mirada egocéntrica o exclusivista.
Sobre este pasaje, el comentarista bíblico David Guzik anota lo siguiente:
Aquí finaliza el pensamiento. Mientras ponemos de lado nuestras ambiciones egoístas, nuestra vanagloria y nuestras tendencias a pensar que somos superiores o los únicos, entonces, naturalmente, tendremos una mayor preocupación por los intereses y necesidades de los demás. Pablo no dice que es malo mirar por nuestros propios intereses, sino que no debemos mirar solamente por ellos.”(David Guzik, Comentario de Enduring Word sobre Filipenses 2:4)
En cuanto a la parte b del texto —“sino cada cual también por lo de los otros”—, encontramos la conjunción coordinante “καὶ” (kai), cuyo significado en este contexto es “también”. Esta conjunción no implica la exclusión de los propios intereses, sino la inclusión de los intereses del prójimo.
El “también” (καὶ) refuerza la idea de que no debemos enfocarnos únicamente en lo nuestro, sino abrirnos con empatía activa y solidaridad comprometida hacia los demás. Implica reconocer que los intereses del otro pueden ser distintos a los nuestros… y, aun así, debemos considerarlos y atenderlos como parte de nuestra vida cristiana.
La mayor amenaza no es lo que sucede en el mundo. La verdadera amenaza es una Iglesia que ha olvidado su lugar en el mundo. Si seguimos gastando el poco tiempo que tenemos señalándonos unos a otros, nunca veremos el milagro de una Iglesia que extiende sus manos, sana heridas y proclama vida.
Es tiempo de volver a mirar hacia afuera. Pero también de mirar hacia adentro… no para pelear, sino para sanar. “Solo una Iglesia que ha sanado sus heridas internas puede convertirse en instrumento de sanidad en un mundo roto”.
¿Y tú? ¿Dónde estás mirando?