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¿Ser cristiano es un suicidio intelectual?


A Jesús, Pablo, Agustin, Lutero, Calvino, Wesley, Edwards y C. S. Lewis no solo les une el cristianismo, también la brillantés mental que les caracterizó. Son incontables los cristianos que han sido relevantes en campos donde el intelecto es el músculo principal. Si bien el evangelio comenzó siendo predicado a los pobres (Mateo 11:5) no tardó mucho en llegar a las más altas esferas, donde se presumía superioridad intelectual.


No son pocos los que llaman a Agustin de Hipona “el santo de la inteligencia”. Los protestantes reconocemos a Pablo, Calvino y Lutero como mentes prodigiosas que fueron iluminadas por Dios. Y no ha habido una sola época en la que la Iglesia no haya contado con referentes de este tipo. Es muy evidente que el cristianismo no es una “fe ciega”. A pesar de que tenemos doctrinas esenciales como La Trinidad y la dual naturaleza de Jesús, que las aceptamos por fe; la doctrina que da sentido a nuestra fe, la resurrección (1 Corintios 15:14), no solo la creemos por fe, también por los argumentos racionales e históricos que lo sostienen.


Así lo dice Guzik en Enduring World:

“El núcleo del evangelio son cosas que pasaron, eventos verdaderos, reales e históricos. El evangelio no es un asunto de opiniones religiosas, trivialidades, o cuentos de hadas, sino acerca de eventos históricos reales.”


Servir a Jesús  no es sinónimo a apagar el cerebro para aceptarlo todo por fe. Esa es una lectura peligrosa del cristianismo, que hace al cristiano vulnerable a herejías y a comportamientos sectarios. Por eso G. K. Chesterton decía: “Caballero, cuando llegue a la Iglesia, quítese el sombrero, no la cabeza”.


En Latinoamérica y el Caribe, a principios del siglo pasado, el evangelio fue abrazado por mucho pueblo que carecía de acceso a la educación formal o escolar. A ello debemos sumarle que el pentecostalismo como un movimiento de santidad, promovió fervientemente la idea de que el cristiano viviera apartado para Dios, alejándose de todo lo que pudiese “contaminar” la vida pura que debería caracterizarnos. Esto se da en un contexto en el que ya desde el siglo XIX venía con mucho auge la teología liberal, y esto en parte, redundaría en cristianos que veían los centros académicos como lugares en donde la fe de los jóvenes estaba bajo amenaza.


Fue así como algunos creyentes dieron la espalda a las universidades, a la educación formal, a los puestos de relevancia social y a muchas otras esferas significantes para la formación de la cultura de una sociedad. Olvidamos que no existiría una universidad como Harvard si no fuera por los puritanos. Así mismo la universidad más antigua de lengua inglesa, Oxford, que también tiene un trasfondo ligado al cristianismo. No se puede borrar de la historia que las universidades parten de las escuelas monásticas y catedralicias, en las que impartían clases de literatura y ciencia en la Edad Media.


La Iglesia y la formación han sido sinónimos en muchos contextos. Si bien es cierto que la Iglesia medieval, en un momento de oscurantismo, se opuso a afirmaciones científicas que hoy todos sabemos que son ciertas, la relación entre lo eclesiástico y la ciencia ha sido más contributiva que antagonista.


Según el genetista israelí Baruch Aba Salev, en su libro “100 Years of Nobel Prizes”, donde analiza, entre otras muchas cosas, las creencias o no creencias religiosas de cada uno de los ganadores del Premio Nobel en sus distintas categorías durante todo el siglo XX, y afirma comprobar que el 89,61% de los galardonados son creyentes, mientras que el restante 10,39% serían no creyentes, donde se incluyen tanto ateos, como agnósticos y librepensadores.


Tal parece que la expresión del químico y microbiólogo francés Louis Pasteur era cierta: “La poca ciencia aleja de Dios, mientras que la mucha ciencia devuelve a Él”. Pero por supuesto que esto no se limita a la ciencia, pues antes que Pasteur, ya Francis Bacon había dicho sobre la filosofía: "Un poco de filosofía hace a los hombres ateos, una gran cantidad los reconcilia con la religión”. Pero incluso, antes que Bacon y Pasteur, ya el rey Salomón había dicho:


Eclesiastés 1:12 Yo el Predicador fui rey sobre Israel en Jerusalén. 13 Y di mi corazón a inquirir y a buscar con sabiduría sobre todo lo que se hace debajo del cielo;

  • 12:9 Y cuanto más sabio fue el Predicador, tanto más enseñó sabiduría al pueblo; e hizo escuchar, e hizo escudriñar, y compuso muchos proverbios.

  • 12:13 El fin de todo el discurso oído es este: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre.


Salomón, en un contexto donde su corazón estaba alejado de Dios, mediante el camino de la razón, la reflexión, el hedonismo y la búsqueda continua, solo llegó a concluir que temerle a Dios y guardar sus mandamientos es el todo del hombre. Por supuesto que no omitimos la iluminación de Dios para que llegara a tal conclusión, pero también es cierto que la misma creación anuncia la existencia y gloria de su creador (Salmos 19:1; Romanos 1:20). No importa a donde miremos, ni tampoco el sendero por el que andemos; la historia, ciencia o filosofía, siempre harán evidente que Dios es inevitable.


La fe cristiana no es un suicidio intelectual, ni se desliga de la razón, aunque trasciende sobre ella. Ciertamente no todo se puede entender, porque nos manejamos a la luz de lo que Dios ha querido revelar en las Sagradas Escrituras. Pero tampoco somos un grupo de irracionales entregados al sensacionalismo, buscando experiencias emocionales pero placebas. La inteligencia es un músculo que en el ejercicio de la fe no queda excluido.


Fuentes: Baruch Shalev. “100 Years of Nobel Prizes”.

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